martes, 26 de septiembre de 2017

El libro perdido de Enki - La primera tablilla 1

La primera tablilla


Palabras del señor Enki, primogénito de Anu, que reina en Nibiru.


Con pesar en el espíritu, profiero los lamentos; lamentos amargos que llenan mi corazón. Cuán desolada está la tierra, sus gentes entregadas al Viento Maligno, sus establos abandonados, sus rediles vacíos. Cuán desoladas están las ciudades, sus gentes amontonadas como cadáveres yertos, afligidas por el Viento Maligno. Cuán desolados están los campos, marchita la vegetación, alcanzada por el Viento Maligno. Cuán desolados están los ríos, ya nada vive en ellos, aguas puras y centelleantes convertidas en veneno. De sus gentes de negra cabeza, Sumer está vacía, se ha ido toda vida; de sus vacas y sus ovejas, Sumer está vacía, callado quedó el murmullo de la leche batida. En sus gloriosas ciudades, sólo ulula el viento; la muerte es el único olor. Los templos, cuyas cúspides alcanzaban el cielo, por sus dioses han sido abandonados. No hay dominio de señorío ni de realeza; cetro y tiara han desaparecido. En las riberas de los dos grandes ríos, en otro tiempo exuberantes y llenos de vida, sólo crecen las malas hierbas. Nadie recorre sus calzadas, nadie busca los caminos; la floreciente Sumer es como un desierto abandonado. ¡Cuán desolada está la tierra, hogar de dioses y hombres! En esa tierra cayó la calamidad, una calamidad desconocida para el hombre. Una calamidad que la Humanidad nunca antes había visto, una calamidad que no se puede detener. En todas las tierras, desde el oeste hasta el este, se posó una mano de quebranto y de terror. ¡Los dioses, en sus ciudades, estaban tan indefensos como los hombres!


Un Viento Maligno, una tormenta nacida en una distante llanura, una Gran Calamidad forjada en su sendero.

Un viento portador de muerte nacido en el oeste se encaminó hacia el este, establecido su curso por el hado. Una devoradora tormenta como el diluvio, de viento y no de agua destructora, de aire envenenado, no de olas, abrumadora. Por el hado, que no por el destino, se engendró; los grandes dioses, en su consejo, la Gran Calamidad han provocado. Enlil y Ninharsag lo permitieron; sólo yo estuve suplicando para que se contuvieran. Día y noche, por aceptar lo que los cielos decretan, argumenté, ¡pero en vano! Ninurta, el hijo guerrero de Enlil, y Nergal, mi propio hijo, liberaron las venenosas armas en la gran llanura. ¡No sabíamos que un Viento Maligno seguiría al resplandor!, lloran ellos ahora en su angustia. ¿Quién podía predecir que la tormenta portadora de muerte, nacida en el oeste, tomaría su curso hacia el este?, se lamentan los dioses ahora. En sus ciudades sagradas, permanecieron los dioses, sin creer que el Viento Maligno tomaría su ruta hacia Sumer. Uno tras otro, los dioses huyeron de sus ciudades, sus templos abandonaron al viento. En mi ciudad, Eridú, no pude hacer nada por detener a la nube venenosa. ¡Huid a campo abierto!, di instrucciones a la gente; Con Ninki, mi esposa, la ciudad abandoné. En su ciudad, Nippur, lugar del Enlace celestial, Enlil y su esposa partieron apresuradamente. En Ur, la ciudad de la realeza de Sumer, Nannar a su padre Enlil imploró ayuda; en el lugar del templo que al cielo en siete escalones se eleva, Nannar se negó a considerar la mano del hado. ¡Padre mío, tú que me engendraste, gran dios que a Ur ha concedido la realeza, no dejes entrar al Viento Maligno!, apeló Nannar. ¡Gran dios que decretas los hados, deja que Ur y sus gentes se libren, tus alabanzas proseguirán!, apeló Nannar. Enlil respondió a su hijo Nannar: Noble hijo, a tu admirable ciudad concedí la realeza, pero no se le concedió reinado eterno. ¡Toma a tu esposa Ningal y huye de la ciudad! ¡Ni siquiera yo, que decreto los hados, puedo impedir su destino! Así habló Enlil, mi hermano; ¡ay, ay, que no era destino! Desde el diluvio, no había caído una calamidad más grande sobre dioses y terrestres; ¡ay, que no era destino! El Gran Diluvio estaba destinado a suceder; pero no la Gran Calamidad de la tormenta portadora de muerte. Por romper una promesa, por una decisión del consejo fue provocada; por las Armas del Terror fue creada. Por una decisión, que no por destino, se liberaron las armas venenosas; por deliberación se echaron las suertes. Contra Marduk, mi primogénito, dirigieron la destrucción los dos hijos; había venganza en sus corazones. ¡No ha de tomar Marduk el poder!, gritó el primogénito de Enlil. Con las armas me opondré a él, dijo Ninurta. ¡De entre el pueblo ha levantado un ejército, para declarar a Babili ombligo de la Tierra!, así gritó Nergal, hermano de Marduk. En el consejo de los grandes dioses, palabras malévolas se difundieron. Día y noche levanté mi voz opositora; la paz aconsejé, deplorando las prisas. Por segunda vez, el pueblo había elevado su imagen celeste; ¿por qué oponerse a que continúe?, pregunté implorando. ¿Se han comprobado todos los instrumentos? ¿No había llegado la era de Marduk en los cielos?, inquirí una vez más. Ningishzidda, mi hijo, otros signos del cielo citó. Su corazón, yo lo sabía, no podía perdonar la injusticia de Marduk contra él.



Nannar, a Enlil en la Tierra nacido, también fue implacable. ¡Marduk, de mi templo en la ciudad del norte, su propia morada ha hecho! Así dijo. Ishkur, el hijo más joven de Enlil, exigió un castigo; ¡en mis tierras, ha hecho prostituirse al pueblo ante él!, dijo. Utu, hijo de Nannar, contra el hijo de Marduk, Nabu, dirigió su ira: ¡Intentó tomar el Lugar de los Carros Celestiales! Innana, gemela de Utu, estaba fuera de sí; seguía exigiendo el castigo de Marduk por el asesinato de su amado Dumuzi. Ninharsag, madre de dioses y hombres, desvió la mirada. ¿Por qué no está Marduk aquí? dijo simplemente. Gibil, mi propio hijo, replicó pesimista: Marduk ha desestimado todos los ruegos; ¡por las señales del cielo reclama su supremacía!

¡Sólo por las armas será detenido Marduk!, gritó Ninurta, primogénito de Enlil. Utu estaba preocupado por la protección del Lugar de los Carros Celestiales; ¡no debe caer en manos de Marduk! Así dijo. Nergal, señor de los Dominios Inferiores, exigía ferozmente: ¡Que se utilicen las antiguas Armas de Terror para arrasar! En lugar de común acuerdo, hubo silencio. En el silencio, Enlil abrió la boca: Debe haber un castigo; como pájaros sin alas quedarán los malhechores, Marduk y Nabu, de nuestro patrimonio nos están privando; ¡hay que privarles del Lugar de los Carros Celestiales! ¡Que se calcine el lugar hasta el olvido!, gritó Ninurta: ¡Dejadme ser El Que Calcina! Excitado, Nergal se puso en pie y gritó: ¡que las ciudades de los malhechores también sean destruidas, dejadme arrasar las ciudades pecadoras, dejad que a partir de hoy mi nombre sea el Aniquilador! Los terrestres, por nosotros creados, no deben ser dañados; los justos con los pecadores no deben perecer, dije enérgicamente. Ninharsag, la compañera que me ayudó a crearlos, estaba de acuerdo: La cuestión solamente se ha de resolver entre los dioses, el pueblo no debe ser dañado. Anu, desde la morada celestial, estaba prestando atención a las discusiones. Anu, que determina los hados, su voz hizo escuchar desde su morada celestial: Que las armas de Terror sean por esta vez usadas, que el lugar de las naves propulsadas sea arrasado, que al pueblo se le perdone. ¡Que Ninurta sea el Calcinador, que Nergal sea el Aniquilador! Y así Enlil la decisión anunció. A ellos, un secreto de los dioses revelaré; el lugar oculto de las armas de terror a ellos les desvelaré. Los dos hijos, uno mío, uno suyo, en su cámara interior Enlil convocó. Nergal, cuando volvió junto a mí, desvió la mirada. ¡Ay!, grité sin palabras, ¡el hermano se ha revuelto contra hermano! ¡Acaso por hado han de repetirse los Tiempos Previos? Un secreto de los Tiempos de Antaño les reveló Enlil a ellos, ¡las Armas de Terror a sus manos confió! Aderezadas de terror, con un resplandor se desataron; todo lo que tocan, en un montón de polvo lo convierten. Para hermano contra hermano en la Tierra fueron abjuradas, ninguna región afectar. Entonces, el juramento se violó, como una vasija rota en inútiles trozos. Los dos hijos, plenos de gozo, con paso rápido de la cámara de Enlil emergieron, para la partida de las armas. Los otros dioses volvieron a sus ciudades; ¡sin presagiar ninguno de ellos su propia calamidad!

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